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domingo, 22 de abril de 2012

Fugacidad del tiempo


Cuán fugaces, ¡ay!, Póstumo, Póstumo, se deslizan los años, sin que nuestra piedad alcance a detener las arrugas de la presurosa vejez ni el rigor implacable de la muerte.
Quinto Horacio Flaco, Odas

El recuerdo de cierta imagen no es más que la añoranza de cierto instante; y las casas, los caminos, los paseos son tan fugitivos, ¡ay!, como los años.
Marcel Proust, Por el camino de Swann

El pasado no sólo no es fugaz, es que no se mueve de sitio.
Marcel Proust, El mundo de Guermantes

Van pasando, pasan, pasan, deslizándose los años, por utilizar una desgarradora inflexión horaciana. Pasan los años, cariño, y con el tiempo nadie sabrá lo que tú y yo sabemos.
Vladimir Nabokov, Habla, memoria

lunes, 17 de agosto de 2009

Dos memorias



Como lo que yo habría recordado de Combray sería cosas traídas por la memoria voluntaria, la memoria de la inteligencia, y los datos que ella da respecto al pasado no conservan nada de él, nunca tuve ganas de pensar en todo lo demás de Combray. […]
Y de pronto, el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o tila, los domingos por la mañana en Combray.

Marcel Proust, Por el camino de Swann


Hay dos clases de memoria visual: con una, recreamos diestramente una imagen en el laboratorio de la mente con los ojos abiertos (y así veo a Annabel, en términos generales como "piel color de miel", "brazos delgados", "pelo castaño y corto", "pestañas largas", "boca grande, brillante"); con la otra, evocamos instantáneamente con los ojos cerrados, en la oscura intimidad de los párpados, el objetivo, réplica absolutamente óptica de un rostro amado, un diminuto espectro de colores naturales (y así veo a Lolita).

Vladimir Nabokov, Lolita


domingo, 13 de julio de 2008

Retratos de damas



Varenka no era propiamente una muchacha, sino más bien una persona sin edad, a quien tanto se le podían atribuir treinta años como diecinueve. Pero por los finos trazos de su rostro, y a pesar de su palidez enfermiza, no podía decirse que Varenka careciera de ese particular encanto que constituye el principio de la belleza. Habría hasta sido esbelta, a no ser por el escaso desarrollo del busto y el volumen de la cabeza, pero no tenía atractivo para los hombres. Era como una hermosa flor, que conservando aún sus pétalos, estuviera ya mustia y sin perfume.

Lev Tolstoi, Ana Karenina


No era precisamente bonita; algo faltaba en sus facciones pequeñas y regulares, como si el último toque, el decisivo, que podía haberla hecho hermosa (dejando sus rasgos tal como estaban, pero confiriéndoles un significado inefable) le hubiera sido negado por la naturaleza. Tenía veinticinco años, sus cabellos, peinados a la moda, era bonitos y estaban llenos de encanto y movía la cabeza de un modo que mostraba un indicio de posible armonía, una promesa de auténtica belleza que, en el último momento, no acababa de realizarse.

Vladimir Nabokov, La defensa