martes, 24 de noviembre de 2009

Sueño y Episodio del enemigo


1967. Domingo 30 de julio.
[...]
Me cuenta un sueño [
Borges a Bioy Casares]: "Este sueño debe de ser un plagio. Vos vas a poder decirme de dónde lo saqué. Yo estaba en una casa como la de nuestra pieza de teatro. Por el camino de la sierra venía subiendo un hombre parecido a Macedonio Fernández, pero más alto. Ese hombre era mi enemigo. Me había perseguido desde hacía tiempo y yo siempre me le escapaba. Ahora lo vi tan cansado y débil que le permití entrar en la casa. Estaba tan extenuado que se dejó caer de espaldas en la cama. Entonces vi que tenía un revolver y que me apuntaba. 'Voy a matarlo -me dijo-. Usted no puede hacer nada.' 'Sí -le contesté-. Puedo hacer algo.' '¿Qué?' -preguntó-. 'Despertarme' -respondí y me desperté-. Cuando le conté este sueño a madre -por un rato me hago la ilusión de que son valiosísimos- se puso furiosa. Me dijo que mientras ella duerme tranquila, yo estoy soñando disparates. Que ni dormido dejo de inventar cosas raras. Mejor que el sueño me parece la reacción de madre. Muestra su carácter."

Adolfo Bioy Casares, Borges


Episodio del enemigo
Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con el bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
-Uno cree que los años pasan para uno -le dije-, pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Entonces me dijo con voz firme:
-Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:
-En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es ese niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
-Precisamente porque ya no soy aquel niño -me replicó- tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
-Puedo hacer una cosa -le contesté.
-¿Cuál? -me preguntó.
-Despertarme.
Y así lo hice.

Jorge Luis Borges, El oro de los tigres