Pensar y escribir
Una única idea dulce le quedaba: que ella le había amado, que su mirada se lo había dicho, que no conocía su nombre, pero que conocía su alma, y que tal vez allí donde se hallaba, cualquiera que fuese ese misterioso lugar, ella le amaba aún. ¿Quién sabe si no pensaba en él, como él pensaba en ella? Algunas veces, en las horas inexplicables que tiene todo corazón que ama, sin tener más que razones de dolor, y sintiendo no obstante un oscuro estremecimiento de alegría, se decía: "¡Son sus pensamientos que vienen a mí!". Luego añadía: "Tal vez mis pensamientos le llegan a ella".
Esta ilusión, que le hacía mover la cabeza un momento después, conseguía no obstante arrojarle al alma rayos que a veces parecían de esperanza. De vez en cuando, sobre todo en esa hora del atardecer que más entristece a los soñadores, dejaba caer sobre un pedazo de papel en el que no había otra cosa, el más puro, el más impersonal, el más ideal de los sueños, de que el amor le llenaba el cerebro. A esto llamaba él "escribirle".
Víctor Hugo, Los miserables
Cada vez más el deber se presentaba a sus ojos como la obligación de consagrarse a los pensamientos que en determinados días invadían en masa su espíritu. O más bien, no hubiera podido decir que eran pensamientos propiamente, sino un cierto encanto que encontraba en sí mismo y que trataba más bien de conservar que de profundizar. De conservar hasta el momento en que, sentado en un cuarto en que nadie podía molestarle, había que descubrir entonces ese pensamiento que se le había aparecido sólo velado por una vaga imagen, fuera una cálida tarde en un parque con lirios que brotaban en un estanque sombreado, fuera una lluvia fría que caía en la ciudad, fuera la frescura de una plaza umbría y llena de follaje en una ciudad abrazada por el estío. Envueltos, por decirlo así, en esa imagen, llevaba sus pensamientos, como un joven pescador lleva al sol, sin que se estropeen, bajo un lecho fresco de hierbas, de hierbas arrancadas al fondo del estanque en que lo apresó, el pez que acaba de pescar. De ese modo, desconociendo aún sus ideas, las conservaba ocultas bajo la imagen que veía ante sus ojos, esa tarde cálida y con el sol que iluminaba las hojas de las lilas, sólo con la sensación de un poder cada vez mayor de ir más allá, de hacer brotar mil pensamientos. Llamaba a eso estar bien dispuesto y en esos días le gustaba estar solo, tener tiempo disponible, papel y tinta. Los distintos pensamientos que le gustaba entonces transcribir le parecían algo más importante que él mismo, al punto que pensaba en ellos sin cesar, no le parecía ser apto para nada si durante algunos días no aparecían ya en su cerebro y no veía ningún inconveniente serio en morirse, y estaba resignado a ello, cuando los hubiera escrito más o menos del todo. Pero la palabra escribir no alcanza a sugerir el encantamiento de la materia preciosa en que los fundía.
Marcel Proust, Jean Santeuil
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